«Come
on, skinny love, just last the year. Pour a little salt, we were
never here.»
Aquel
día parecía ser un sábado por la mañana corriente, y el aire de
San Francisco en abril, que no era precisamente una brisa agradable,
se colaba por la diminuta ventana de la habitación de Grace. El
ambiente estaba caldeado en sentido literal: era uno de esos días de
calor abrasador en los que sólo deseas zambullirte en una piscina
sin pensártelo dos veces. Y sólo era abril.
La
joven, harta del calor y del bullicio de la calle, cerró la ventana
con un golpe que pudieron oír hasta los vecinos, aunque ella no lo
escuchó. La música de sus auriculares, la cual estaba a tope para
ahogar el sonido de la gente de fuera, le impedía oír cualquier
cosa.
Volvió
a tirarse sobre la cama y su cabello castaño cayó en cascada sobre
las sábanas. Dobló las rodillas, con los pies sobre un mullido
cojín, y cerró los ojos para concentrarse en la letra de la canción
que sonaba en aquel momento.
I
tell my love to wreck it all, cantaba Birdy con aquella dulce voz
quebrada y triste, cut out all the ropes and let me fall.
Grace
amaba aquella canción por encima de cualquier otra. Sabía que era
triste, sabía que contaba una historia trágica. Pero, algunas
veces, las cosas tristes son las más hermosas. Y eso era lo que ella
pensaba.
La
música seguía sonando, y su respiración marcaba el ritmo de la
melodía. Y, mientras escuchaba la letra, pensaba sobre cómo sería
vivir un amor así. Cómo sería eso de ser la protagonista de tu
propia historia de amor.
Entonces,
aun con los auriculares a todo volumen, Grace oyó el ruido de la
puerta abriéndose y se sobresaltó. Apartó la música de sus oídos.
Podía escuchar desde su habitación a su madre recibiendo a quien
quiera que fuese quien había llegado. «Que no sean ellas, por
favor, que no sean ellas», se dijo Grace, pensando en sus primas de
Daly City, que venían de visita en el fin de semana. Necesitaba un
poco de paz de esa que sólo encuentras los sábados, de ese tipo de
tranquilidad que sólo obtienes quedándote una mañana entera en la
cama o haciendo lo que quieras. Y si estaban ellas allí, la
tranquilidad no sería una opción. Grace cerró los ojos, rogando
porque fuese sólo la vecina, que viniese a pedirles azúcar, o
cualquier otra persona. Cualquiera
menos ellas, pensó.
-Grace,
tus primas han llegado -le avisó su madre.
Mierda.
-¡Hola,
Gracie! -dijo Kelly en cuanto la vio.
-¡Kelly!
-dijo ella con un tono de agrado fingido, mientras se envolvía en un
abrazo con su prima, aunque aquello más bien le pareció abrazar a
un bote de maquillaje. Intentó contener la tos, pero al final tuvo
que toser o se ahogaría.
-¿Qué
te pasa? -le dijo Tracy, mientras le daba otro abrazo.
De
nuevo le vino un ataque de tos.
-Nada,
es sólo un resfriado -mintió, fingiendo una sonrisa.
La
única que no le hizo toser fue Lily. Al verla no tuvo ni que
falsificar una expresión de alegría.
-Hola,
Grace. Te he echado de menos -dijo su prima con una sonrisa, mientras
la abrazaba.
-Yo
a ti también. ¿Damos un paseo?
-Claro.
Por
desgracia para Grace, Tracy y Kelly las siguieron hasta las extensas
playas de San Francisco, y las acompañaron durante todo el paseo. No
pararon de llamarla Gracie, por lo que la chica no hizo
otra cosa que tratar de no chillarles que no se llamaba así. Su
nombre era Grace, como Grace Kelly, no Gracie. Y punto.
Mientras
caminaban por la orilla de la playa, el mar avanzaba y les rozaba los
pies, haciendo que el calor de aquel día resultara más soportable.
Grace adoraba el mar, para ella era algo bello, pero también algo
que asustaba, por su enorme extensión y sus grandes profundidades.
Era algo que nunca llegaría a conocer por completo, que siempre
tendría misterios. Y eso era lo que hacía del mar algo tan
maravilloso.
Durante
aquel paseo, Lily y ella se pusieron al día sobre cada una, hablaron
sobre lo que habían hecho mientras no se habían visto, qué tal
habían estado, y cosas del estilo. Para Grace hablar con Lily era
fácil, podía conversar con ella sin fingir y sabiendo que ella iba
a entender cualquier cosa que dijera. Era muy diferente a hablar con
Tracy o Kelly; ellas sólo sabían hablar de ropa o de chicos, lo
cual no estaba tan mal, pero después de debatir sobre ello media
hora, acaba cansando. Era como si una comida no estuviese mal, como
si la soportaras,
y te hicieran tragártela mil veces: acababas cansándote.
Por
fin volvieron a casa, con los pies llenos de arena y los pantalones,
remangados hasta la rodilla, completamente empapados. Pero volvieron
con una gran sonrisa en el rostro. Había sido una buena mañana.
Las
cuatro ayudaron a la madre de Grace a poner la mesa, y después se
sentaron a comer como cualquier otro día.
Grace
seguía dándole vueltas a las lentejas de su plato, cuando llamaron
a la puerta.
-¡Voy
yo! -dijo al momento.
Se
levantó de un salto de la mesa y corrió descalza hacia la puerta.
Cuando abrió se llevó la sorpresa más grande de su vida, y sin
quererlo, se le pusieron los ojos como platos.
Frente
a ella había un chico, más o menos de su edad. Sus ojos de un tono
negro azabache la estaban posados en ella, con una mirada de chico
malo pero aun así dulce, y en su rostro estaba dibujada la sonrisa
más encantadora que Grace hubiera visto nunca.
La
chica no pudo evitarlo y comenzó a temblar como un flan, sintiendo
que las piernas le iban a fallar de un momento a otro.
Entonces,
su madre se acercó a la puerta, sonrió al chico, y le dijo a Grace:
-Grace,
este es Chris, tu primo. Pasará aquí el fin de semana.
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