martes, 24 de junio de 2014

Skinny Love



«Come on, skinny love, just last the year. Pour a little salt, we were never here.»

Aquel día parecía ser un sábado por la mañana corriente, y el aire de San Francisco en abril, que no era precisamente una brisa agradable, se colaba por la diminuta ventana de la habitación de Grace. El ambiente estaba caldeado en sentido literal: era uno de esos días de calor abrasador en los que sólo deseas zambullirte en una piscina sin pensártelo dos veces. Y sólo era abril.

La joven, harta del calor y del bullicio de la calle, cerró la ventana con un golpe que pudieron oír hasta los vecinos, aunque ella no lo escuchó. La música de sus auriculares, la cual estaba a tope para ahogar el sonido de la gente de fuera, le impedía oír cualquier cosa.

Volvió a tirarse sobre la cama y su cabello castaño cayó en cascada sobre las sábanas. Dobló las rodillas, con los pies sobre un mullido cojín, y cerró los ojos para concentrarse en la letra de la canción que sonaba en aquel momento.
I tell my love to wreck it all, cantaba Birdy con aquella dulce voz quebrada y triste, cut out all the ropes and let me fall.
Grace amaba aquella canción por encima de cualquier otra. Sabía que era triste, sabía que contaba una historia trágica. Pero, algunas veces, las cosas tristes son las más hermosas. Y eso era lo que ella pensaba.

La música seguía sonando, y su respiración marcaba el ritmo de la melodía. Y, mientras escuchaba la letra, pensaba sobre cómo sería vivir un amor así. Cómo sería eso de ser la protagonista de tu propia historia de amor.

Entonces, aun con los auriculares a todo volumen, Grace oyó el ruido de la puerta abriéndose y se sobresaltó. Apartó la música de sus oídos. Podía escuchar desde su habitación a su madre recibiendo a quien quiera que fuese quien había llegado. «Que no sean ellas, por favor, que no sean ellas», se dijo Grace, pensando en sus primas de Daly City, que venían de visita en el fin de semana. Necesitaba un poco de paz de esa que sólo encuentras los sábados, de ese tipo de tranquilidad que sólo obtienes quedándote una mañana entera en la cama o haciendo lo que quieras. Y si estaban ellas allí, la tranquilidad no sería una opción. Grace cerró los ojos, rogando porque fuese sólo la vecina, que viniese a pedirles azúcar, o cualquier otra persona. Cualquiera menos ellas, pensó.
-Grace, tus primas han llegado -le avisó su madre.
Mierda.
-¡Hola, Gracie! -dijo Kelly en cuanto la vio.
-¡Kelly! -dijo ella con un tono de agrado fingido, mientras se envolvía en un abrazo con su prima, aunque aquello más bien le pareció abrazar a un bote de maquillaje. Intentó contener la tos, pero al final tuvo que toser o se ahogaría.
-¿Qué te pasa? -le dijo Tracy, mientras le daba otro abrazo.
De nuevo le vino un ataque de tos.
-Nada, es sólo un resfriado -mintió, fingiendo una sonrisa.
La única que no le hizo toser fue Lily. Al verla no tuvo ni que falsificar una expresión de alegría.
-Hola, Grace. Te he echado de menos -dijo su prima con una sonrisa, mientras la abrazaba.
-Yo a ti también. ¿Damos un paseo?
-Claro.
Por desgracia para Grace, Tracy y Kelly las siguieron hasta las extensas playas de San Francisco, y las acompañaron durante todo el paseo. No pararon de llamarla Gracie, por lo que la chica no hizo otra cosa que tratar de no chillarles que no se llamaba así. Su nombre era Grace, como Grace Kelly, no Gracie. Y punto.
Mientras caminaban por la orilla de la playa, el mar avanzaba y les rozaba los pies, haciendo que el calor de aquel día resultara más soportable. Grace adoraba el mar, para ella era algo bello, pero también algo que asustaba, por su enorme extensión y sus grandes profundidades. Era algo que nunca llegaría a conocer por completo, que siempre tendría misterios. Y eso era lo que hacía del mar algo tan maravilloso.
Durante aquel paseo, Lily y ella se pusieron al día sobre cada una, hablaron sobre lo que habían hecho mientras no se habían visto, qué tal habían estado, y cosas del estilo. Para Grace hablar con Lily era fácil, podía conversar con ella sin fingir y sabiendo que ella iba a entender cualquier cosa que dijera. Era muy diferente a hablar con Tracy o Kelly; ellas sólo sabían hablar de ropa o de chicos, lo cual no estaba tan mal, pero después de debatir sobre ello media hora, acaba cansando. Era como si una comida no estuviese mal, como si la soportaras, y te hicieran tragártela mil veces: acababas cansándote.
Por fin volvieron a casa, con los pies llenos de arena y los pantalones, remangados hasta la rodilla, completamente empapados. Pero volvieron con una gran sonrisa en el rostro. Había sido una buena mañana.
Las cuatro ayudaron a la madre de Grace a poner la mesa, y después se sentaron a comer como cualquier otro día.
Grace seguía dándole vueltas a las lentejas de su plato, cuando llamaron a la puerta.
-¡Voy yo! -dijo al momento.
Se levantó de un salto de la mesa y corrió descalza hacia la puerta. Cuando abrió se llevó la sorpresa más grande de su vida, y sin quererlo, se le pusieron los ojos como platos.
Frente a ella había un chico, más o menos de su edad. Sus ojos de un tono negro azabache la estaban posados en ella, con una mirada de chico malo pero aun así dulce, y en su rostro estaba dibujada la sonrisa más encantadora que Grace hubiera visto nunca.
La chica no pudo evitarlo y comenzó a temblar como un flan, sintiendo que las piernas le iban a fallar de un momento a otro.
Entonces, su madre se acercó a la puerta, sonrió al chico, y le dijo a Grace:

-Grace, este es Chris, tu primo. Pasará aquí el fin de semana.


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